Author: Motorizer
•domingo, octubre 30, 2011

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Otoño. Que palabra más evocadora. Suena a “se ha ido por fin el verano”, a castañas asadas, a colores, temperaturas más frescas y a que había que retrasar una hora el reloj. Pero esto último no lo tuvo en cuenta Olga, mi compi de esta aventura, y a eso de las ocho y veinte de la mañana me llamaba para preguntarme si me había pasado algo. Yo le contesté que no, que habíamos quedado a las nueve: “claro”, me dijo, e inmediatamente me di cuenta por su silencio, que ella el reloj no lo había puesto con el nuevo horario. Rápidamente empaqueto lo que me queda de petate, mientras el té se hace, y corro para que la pobre no siga esperando.

Ponemos rumbo a, ¿dónde, damas y caballeros? ¿Quién vive en una piña en el fondo del mar? ¡No os oiiiiiiiiiiiiiiiiigo!, ¡más fuerte! Pues sí, al Montellano, nuestro clásico punto de inicio, nuestra segunda casa, refugio, chabola, cueva, el sitio perfecto donde arrancar una gran parte de nuestras hazañas.

Pero antes de llegar a nuestro lugar de descanso del guerrero, nos para la “Emetérica” en la rotonda de acceso. Rápidamente hago inventario mental de mi armamento. ¿Dejé mi Jungle King II en casa junto al Bazooka? Sólo llevo a Manuela 3.0, mi inofensiva navaja regalo de mi cuñada, digna sustituta de mi Elendil particular, Manuela 2.0, y ésta a su vez de mi fenecida Manuela 1.0. Le piden a Olga la documentación del vehículo y el carnet de conducir. Todo está ok y nos dejan proseguir el camino. Tenemos cara de niños buenos y Manuela 3.0. estaba a buen recaudo. Total, si sólo la iba a utilizar para comerme una manzana.

Y allí nos esperan, como siempre, bien atendidos sin necesidad de alfombra roja, y con la precaución de conocer de qué pie se cojea por allí. Así que me pido media supergigante tostada de tomate y jamón, con un colacao. Me lo traen entre dos camareros que como costaleros salen de la cocina de rodillas, hasta que el maestro de barra grita, “al cielo con ella”. A Olga le preparan un bocadillo, también pequeño, porque los XL no le cabrían en su mochila, y en esta ocasión la guita no nos llega para contratar porteadores sherpas.

Y ahora, rumbo a la Roza. En la Sierra hay nubes, lo presentíamos que iba a tocar, pero no nos importa, sólo esperamos que el día respete. Cruzamos Abrucena, que la encontramos muy cambiada desde la última vez que nos dejamos caer por allí, algo así, como más animada. Los cortijos echan humo por sus chimeneas, y es que apetece ponerse al abrigo y el calor de sus candelas.

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En el área recreativa no hay un alma, por ahora, así que seguimos avanzando hasta llegar al cruce con el cortafuegos. Allí plantamos el coche hasta más ver. Lo vamos a dejar durante un buen rato más solo que Chuck Norris en una fiesta antiguos alumnos del colegio Nuestra Señora del Rosario.

Hace una temperatura estupenda, sin viento, algo nublado, pero lo preferimos, no vaya a estropearse la cosa por pedir demasiado. Y sin más dilación allá que vamos que nos vamos, sin prisa pero sin pausa, cogiendo la pista que coincide con el tramo de Sulayr.

Una familia de paseo viene para abajo y nos comenta que vaya “ritmillo” llevamos para ir cuesta arriba. Nos preguntan qué donde vamos, y al decirles que a Piedra Negra, sueltan un “ofú” vaya tela, menudos máquinas. Nos quedamos a cuadros, puesto que no lo vimos tan sobrehumano nuestro objetivo. ¡Qué cosas! Por un momento repasé mentalmente si entre mis palabras no habría dicho Annapurna en vez de Piedra Negra, pero no, estoy seguro que he dicho esto último. De aquí a nada empezamos a salir con el Calleja en la televisión.

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La verdad es que este tramo inicial no es muy llamativo para nuestras suelas, sin embargo, el percal cambiaría si estuviéramos pedaleando, así que vamos tomando nota que para la próxima, nuestras burras nos tienen que llevar por aquí. Vemos algunos ciclistas y eso refuerza aún más nuestras ganas.

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La cosa cambia cuando ya cogemos sendero, encalomándonos por esos cerros entre espesos pinos. Es el momento de divertirnos, por supuesto. Se nota que hay humedad por las lluvias tan esperadas de este extraño otoño, pero para una micóloga experimentada como Olga es una frustración no encontrar ni una sola seta en el camino.

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La serenidad del bosque anima a avanzar, su silencio, su penumbra y su halo de misterio… hasta que llegan los olores. Esos aromas intensos que te hacen buscar qué planta es la que los produce. En mi desconocimiento botánico me atrevo a decir que huele a Melisa o a Hierbaluisa, vamos, como son nombres que suenan a plantas aromáticas, pues alguna será. Localizamos una de ellas, pero vete a saber qué sería. Igual hasta acierto, oiga.

En el siguiente paso nos viene otro olor, y esta vez es a incienso de misa. Esto… perdón, ¿habrá alguna ermita cercana y no nos hemos percatado? Según el mapa y nuestra visión panorámica no hay ninguna, pero sigue oliendo a incienso. Pues nada, no encontramos la planta que provoca nuestro misterioso olor del día.

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Del lugar de las plantas aromáticas bajamos por un pequeño y casi seco torrente hasta la pista forestal, pero únicamente es para volver a coger al otro lado lo que queda de subida al sendero que prosigue más adelante, y que el agua se ha llevado en las lluvias de hace dos inviernos.

De nuevo nos internamos en el bosque, unas veces más fantasmagórico que otras, y que en algunos tramos está precioso, ya que oculta tesoros tan valiosos como arces, mostajos y otros arbustos de hoja caduca, que suave y paulatinamente va dejando caer, custodiados por los tétricos pinos.

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Llegamos al árbol Rayo, un pino, capricho de la naturaleza que así lo modeló, y que tiempo ha nos sirvió para inmortalizarnos haciéndonos pasar por las letras del mejor grupo australiano de todos los tiempos. Parada casi obligada, pues no hemos hecho apenas una pausa desde que comenzamos a patear.

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Vamos un poco desorientados en el tiempo que llevamos y en lo que nos queda, así que cuando de nuevo vemos que un cartel que pone 900 metros para el refugio de Piedra Negra, nos alegramos por saber que en apenas 10 minutos estaremos papeando, que a pesar de tener la fama que tienen las tostadas del Montellano, yo ya las llevo en el talón desde hace rato.

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Cortafuegos por fin y para arriba. Aún no se ve nuestra meta pero podemos notar que está allí, al abrigo de los pinos. Pero no vamos a estar solos. Escuchamos en la cercanía como viene un todoterreno por el camino del cortafuegos, y a un ritmo bastante alegre (como se nota la reductora). Es una familia que se dirige al refugio, obviamente. No hay otro destino.

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Por supuesto que llegan antes que nosotros, y ya a unos escasos 100 metros comprobamos que empiezan a salir dos matrimonios y un mozalbete en edad de conocer zagalas, sacar bártulos para comer allí, neveras, botellas, un cachorro de pastor alemán y hasta un lamec… digo un perro pequeño sale del maletero pegando saltitos.

Cuando llegamos, se confirman nuestras sospechas, una agradable familia que sabe disfrutar de la naturaleza como cada uno buenamente puede y quiere. Los hombres ya están enfangados en la estufa encendiendo lumbre, un fuego con un humo que se queda más dentro que fuera. Nos invitan a entrar, pero yo ya estoy bastante servido con el olor a arenque ahumado del fin de semana anterior, así que educadamente les rechazamos la oferta de quedarnos dentro. Preferimos mesa en la terraza con vistas.

El estómago ruge que me da hasta miedo y rápidamente escarbo en mi mochila buscando algo que lo apacigüe antes de que empiece a devorarme de dentro para afuera. Y ahí sale la mano de santo: dátiles con almendras, otrora una bomba calórica no apta para seguir la dieta de la alcachofa, pero que aquí es manjar obligado. Saco a Manuela 3.0., lanzo al aire la barra de tan excelso manjar y comienzo a pegar mandobles en el aire. Sobre la servilleta caen perfectamente cortados varios trozos para ser devorados por nuestras fauces. Olga y yo damos buena cuenta de esta deliciosa vianda, y desde dentro siguen las ofertas de compartir mesa en el refugio. Con una diplomática y contundente negativa desechamos la invitación una vez más.

Mientras dentro manducan, uno de los perros con nombre de portátil, Acer, sigue jugando como buen cachorro, buscando piñas que devorar y otros elementos menos agradables. Es un pastor alemán precioso y muy sociable, y así nos lo hace saber su dueña, que nos ofrece una copa de vino que primeramente desecho: “es que tengo que conduci… ¡anda, no! ¡Si esta vez no me toca! ¡Traiga usted para acá que le peguemos un tiento!”. Nos sabe esa copa a gloria. Yo la mezclo con batido multifrutas que ya tenía abierto, y con nuestros bocadillos.

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Sale tímidamente el sol y nos tomamos el té con una de mis sorpresillas escondidas en lo más profundo de la mochila: una quesada pasiega de las lejanas tierras cántabras, otro placer más para el paladar. Nuestros vecinos comensales comprueban que no sólo de bocadillos nos nutrimos, que sabemos cuidarnos al igual que ellos.

Nos comentan que ahora van a tirar hacia el Doctor, haciendo la ruta de los refugios en todoterreno. Le pedimos al cabeza de familia que nos haga una foto en la puerta del refugio, y tras varios intentos lo consigue. Primero le doy instrucciones de cómo disparar mi cámara, sufro cuando lo veo cogerla como si le hubiera dado unos calzoncillos sucios y ordenado que los echara a lavar. Por suerte para nosotros dice de repetir, ya que la foto anterior compruebo que nunca la hizo. Y casi se la tengo que arrancar de las manos cuando empieza a tomarle el gustillo a eso de fotografiar con cámaras ajenas. Así que le damos el cambiazo por la Blackberry de Olga y rápidamente pongo a buen recaudo a mi tesoro.

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Es hora de despedirse, no sin antes decirle a Olga nuestro improvisado fotógrafo que le recuerda a una sobrina suya que vive en Granada y que hace tiempo hacía también montaña, teniendo entre sus hazañas una integral desde Granada hasta Fiñana, casi nada. Los apellidos no coinciden con los de Olga, así que desechamos cualquier parentesco con nuestro tertuliano. Decimos adiós y partimos.

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Regresamos por el mismo itinerario, volviendo a pasar por el sombrío y melancólico bosque, por el Pino Rayo, por los tétricos senderos, por la zona de aromas y olores silvestres (y el incienso) y todo en un tiempo record.

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Ya en la pista, nos adelantan dos ciclistas que resultan ser los mismos que durmieron en la Polarda con nosotros. De hecho se me quedan mirando y me imagino que seguirían pedaleando pensando que de qué carajo me conocían. Hay que reconocer que este tramo se nos hace ya algo largo e incómodo, más que nada por lo monótono que puede llegar a ser y más sabiendo que es lo único que nos queda para llegar al coche.

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El encinar centenario que nos flanquea por ambos lados de la carretera es una maravilla, y me hace evocar épocas más remotas donde leyendas mágicas podrían hacerse realidad perfectamente entre su arboleda.

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Va oscureciendo, pero vamos bien de tiempo, y nos cruzamos con una familia bastante numerosa que va de paseo, hasta que aparece en la última curva nuestro coche para nuestra tranquilidad y descanso. Podemos volver a casa sanos y salvos.

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Pues ¿qué decir de esta ruta de inauguración de la temporada otoñal? Pues que es una maravilla poder saborear el otoño de esta manera, que nuestra tierra tiene rincones para poder perderte, casi solitarios, para felicidad de nuestras retinas, que te hacen sentir un aventurero y casi descubridor de tesoros escondidos y que por suerte, siempre tenemos la oportunidad de compartir con buenos amigos, en este caso amiga. Esto no acaba más que comenzar, auguramos una gran temporada.

Author: Motorizer
•domingo, septiembre 11, 2011

 

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Realmente tengo que reconocer que somos extraños, unos bichos más raros que un periodista serio que trabaje en Tele Cinco. Lo normal después de dos días con apenas unas pocas horas de sueño, oliendo a zorruno “rebenío”, los hombros machacados y los dedos de los pies clamando a gritos una amputación, sería descansar y no levantarse en varios días. Pero no, aquí estoy, recién duchado, curadas las heridas y cenado, dándole a las teclas, enviando fotos a mis compañeros de aventura y esperando a que ellos envíen las suyas, mientras intercambiamos impresiones por esas redes sociales tan “moelnas” de hoy en día.

Y es que, la experiencia que supone subir a Siete Lagunas, una de nuestras rutas emblemáticas, no puede ser un mero trámite montañero. Tiempo ha que la habíamos convocado, intentando olvidar el tedio y la sequía estival en cuanto a actividades montañeras. Había que poner fin a los excesos veraniegos y que mejor cura, a modo de exorcismo montañero, que un buen pateo al corazón de Sierra Nevada y con la suerte y fortuna de pasar noche allí.

Pues nada, aquí nos volvemos a juntar un buen grupo, que quedaba totalmente compacto y con ganas de darle candela a las botas. Las cinco de la mañana era la hora elegida para salir, pero eso se ve que no le pareció bien a mi despertador que hizo lo posible porque siguiera durmiendo la apenas hora y poco en la que logré cerrar los ojos. Eso supuso un retraso de unos diez minutos sobre la hora convenida. Allí estaban ya esperando Jesús, Olga, Sera, Tote, Martin y Maite.

Nos distribuimos en los coches y vamos para el resto de componentes de la expedición. Piedad y Rafa esperan pacientemente en el parking del “Decartón”. Mientras nos volvemos a distribuir, Maite entra en el cuarto de baño con la banda sonora más bucólica del poniente almeriense, una sinfonía de pájaros que hacen más agradable nuestras más íntimas acciones.

Rumbo a Trevélez, con la noche aún oscura, pero que usando la nueva carretera se hace, diría yo, hasta ameno. Llegamos a Trevélez donde aún no hay nada abierto, salvo el bar de siempre y que ya es viejo conocido nuestro. Algo caliente junto a un gran surtido de madalenas es todo lo que necesitamos para coger fuerzas.

Una vez que ya tenemos el buche lleno no hay más remedio que volvernos a poner en marcha, y mientras preparamos todo, ahí llega el Juan Robles, ese navío serrano comandado por el implacable señor de Dalías, rugiendo su motor devorando las rampas del pueblo. Jaira y Jose desembarcan, realizando carreras de desfogue la primera de un lado a otro del parking y dando los buenos días el segundo.

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Partimos, las mochilas pesan uno o incluso dos quintales, pero como estamos relativamente frescos, vamos tan incautos pensando que llegaremos sobrados a Siete Lagunas (luego llegaremos a pensar que algún gracioso en el aparcamiento nos había echado ladrillos en ellas). El camino se va haciendo poco a poco y el sol va apareciendo, amenazando con abrasarnos. Cruzamos los ya preciosos arroyos y la fuente sanadora, y aprovechamos la escasa sombra que nos encontramos, a sabiendas que luego no habrá nada que pueda regalárnosla.

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Trevélez va quedando abajo y pronto dejamos atrás los caminos más o menos llanos y su últimos cortijos.

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Pues, toca tragar saliva, sacar pecho, apretarse los… cinturones y echarle valor. Comienzan las cuestas, las vallas, la falta de aire, el calor, el polvo, que hacen difícil tener la capacidad de disfrutar del paisaje. Se acabó el paseo matutino, es la hora de la chicha de la ruta. Podemos divisar un helicóptero que no para de dar vueltas y suponemos que busca algo… o a alguien.

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Un par de paradas se hacen obligatorias antes de llegar a la Campiñuela, punto de inflexión y de recuperación. Aquí ya podemos deleitarnos con las primeras vistas de las Chorreras Negras, que aún están lejos.

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De verdad que se puede hacer algo odioso el camino hasta que se llega a la Campiñuela, pero es un trámite que se ha de pasar. A partir de ahí, el trayecto se suaviza, pero teniendo claro que justo después del Vertedero vuelve a haber dos fuertes subidas, pero por suerte, las últimas.

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Y llegan mis amigos, los calambres. Como quiera que había tenido que aligerar algo de peso, siendo mi hermano Jesús el sacrificado que se echó la tienda de campaña que yo llevaba, eso no impidió que, como ese inoportuno repartidor de publicidad que toca al telefonillo cuando menos te lo esperas en plena y placentera siesta, de un violento latigazo apareciera un calambre en el cuádriceps izquierdo. En una grotesca postura me quedo a medio camino entre trasnochada bailarina y superhéroe venido a menos intentando volar. Tengo que sentarme en una piedra mientras nos adelantan una pareja de extranjeros, una de ellas el vivo retrato de John Lennon pero en versión femenina. Me tomo un plátano para eso del potasio y reposo un rato. Adelantamos a la Ex-Beatle y su maromo y proseguimos.

Segundo latigazo, esta vez es en el derecho, que también tiene envidia de sufrir. Vuelta a sentarme, vuelta a adelantarnos los Beatles Revival, y yo me “imagine” que esto es como un Deja-vu pero a la inversa. Nada, a descansar, en la lejanía Jesús y Olga se preguntan qué pasa, y Jose me acompaña. Jaira está en la vanguardia y ya comprobaremos que ha cambiado su color, ya no es blanca, sino marrón tostado.

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Pero esto no acaba aquí. Los cuádriceps quieren seguir con la juerga y ahora se ponen de acuerdo para que crujan a la vez. Mi postura es un cómico y patético cuadro. Me derrumbo en la base de las chorreras donde en las alturas me observan de nuevo Olga y Jesús, a los que les hago aspavientos para que sigan. Cojo uno de esos “sofisticados” geles reponedores y algo parece que hace, o eso quiero yo creer.

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Comienza un lenta y dura subida a las Chorreras. Es el último escollo antes de llegar al paraíso, un paraíso que sabrá a gloria cuando me quite de en medio el sobrepeso que llevo. Aquí ya hay un festival de calambres que van pasando de uno a otro muslo, simultáneamente, dando volteretas, circulares, rectangulares, profundos, anchos, como les da la gana. De pronto veo bajar a una figura danzarina corriendo. Es el gran Tote que a la carrera no parece pisar las piedras, sino que éstas acogen sus pies receptivas y ansiosas. Viene al rescate, se ofrece a llevar mi mochila, pero me niego, pero como nos da cosa que haya bajado en balde, le endiñamos la tienda de campaña. Unos embarrados pasos más y ya estamos en Siete Lagunas.

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Necesito recuperar aliento, y sobre todo las piernas que han quedado agarrotadas tras sentarme en una roca a contemplar el gran circo de Siete Lagunas. El campamento base lleva tiempo elegido por el grupo de avanzadilla. Así que nos dirigimos allí lo que mis pseudorecuperadas piernas me lo permiten.

¿Es la hora de comer o de montar las tiendas de campaña? Incomprensiblemente decidimos la segunda opción. Y aquí empezamos a sacar todos los entresijos de nuestra futura casa por esta noche. Buscamos el lugar más idóneo y allí que nos plantamos. Todo el mundo colabora, pues nosotros vamos de estreno y aún no sabemos ni de qué color son las piquetas.

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Todo queda muy bonito, muy alpino (lamento no haberme traído mis banderas de oración tibetanas como perfecto complemento), pero los estómagos ya están rugiendo más que una familia de Tyranosaurus Rex en ayunas, así que hay que comer que eso no se perdona.

Las mochilas se abren y comienzan a vertirse todo tipo y variedad de comida, como productos estrella los dátiles, jamón, cecina de León. Poco a poco voy descubriendo lo que escondía mi pesada mochila, todo el ajuar para cocinar al más puro estilo Arguiñano pero con mal de altura. Jose hace lo mismo, pero rehúso que caiga una fabada de a kilo que me ofrece compartir, tal y como es tradición (mi estómago me empieza a dar patadas circulares dentro de mí para que desista y le hago caso).

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Los planes son de subir a la Alcazaba después de comer, pero en mi caso rehúso a la cumbre por no encontrarme bien físicamente, me duele la cabeza y mis piernas siguen en estado de shock y en huelga indefinida. La montaña no se moverá de ahí (o sí, no lo sé). Como si fueran mosqueteros, Jesús y Jose se quedan conmigo, todos para uno y uno para todos. A regañadientes les acepto su compañía.

El resto del grupo toma el camino hacia el “Colaero”, el paso secreto que los dejará en el Peñón del Globo para desde allí dar un pequeño paseo hasta la Alcazaba. Los vemos alejarse en el horizonte.

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Y aquí es donde comienza la crónica relatada por Olga, enviada por paloma mensajera desde la misma cumbre de la Alcazaba:

“A las 17 horas, Serafín ya da el pistoletazo de salida para que la primera tanda salgamos hacia el Alcazaba; lo hacemos por la parte del Colaero, que aunque es el camino más corto, es el más empinado. Tras los pasos de Maite y Martin con sus inseparables mochilas y a un ritmo difícil de seguir, les seguimos los demás y en una hora nos plantamos en collado del Peñón del Globo, donde las vistas de la laguna Hondera, el Mulhacén y la Mosca son espectaculares. Los más fuertes deciden subir a ver mejores vistas y Tote y yo preferimos inmortalizar el momento y seguir el camino hacia nuestro objetivo.

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De camino nos encontramos una bolsa del corte inglés y para nuestra sorpresa, había en su interior unas zapatillas de "salir" que alguien, seguramente con los pies destrozados por las ampollas, ha abandonado con indignación. En unos 15 minutos ya estamos en la cima de el Alcazaba disfrutando de las vistas y esperando a que lleguen los demás”.

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“La bajada la hacemos por el mismo camino, Tote y Sera (que ha cogido la bolsa de las zapatillas y cualquiera diría que viene de las rebajas) se lanzan a correr y en unos minutos ya están reunidos con Luigui al que encuentran haciéndole un merecido reportaje a una de las lagunas que está preciosa con la luz del atardecer y poco después ya estamos todos de nuevo recibiendo la bienvenida de Jesús y Jose G. que están a cuerpo de rey en el salón de nuestro particular Resort”.

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Mientras el equipo 1 hace cumbre, yo me intento recuperar y asistir al primer simposio de tiro con honda en Siete Lagunas, de la mano del diestro y ducho en este noble arte Jose, que nos enseña la técnica de la vega y del cerro.

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Jesús lo intenta, pero antes decidimos ponernos a cubierto. Sabia decisión, no llevábamos casco ni ningún tipo de protección. Al final, no tendríamos de cena chotillo serrano a la brasa.

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Nuestro equipo regresa victorioso, salvo Martin y Maite que ha preferido quedarse a ver el atardecer en la cumbre, todo un lujo y un privilegio que encima no cuesta dinero.

Va refrescando y hay de nuevo hambre, y también cansancio, todo hay que decirlo. Así que, como quien no quiere la cosa, Jesús ya está de nuevo repartiendo unos aperitivos de jamón de Serón, de fuet y de chorizo ibérico que saben a gloria. Olga de pronto paraliza el mundo y me dice que por mi cumpleaños me ha traído una cosa: no le da mucho misterio para que yo no empiece a dar frenéticos saltitos y a preguntar cansinamente ¿qué es? ¿qué es? ¿qué es?. Dos pedazo de botellines de Murphys salen de su mochila que celosamente llevaba guardados. Todo un detallazo, un peso extra que ha transportado, que todavía le da más valor y que encima me hicieron recordar un gran momento en ese mismo lugar la última vez que estuvimos, pero lamentablemente con la ausencia de uno de sus protagonistas.

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Repartimos los tragos entre todo el grupo, saboreando su maravilloso amargor. Una Murphy irlandesa es otro de esos lujos que cuando se está a 3.000 metros de altitud no hay Moet & Chandon Brut Impérial Double Magnum que le supere ni de lejos. Tras una breve sobremesa nocturna con la luna llena de espectadora, la visita de Paloma que ha llegado a su estilo a Siete Lagunas, unas fotos nocturnas, vamos plegándonos en el saco, esperando que mañana amanezcamos con todo intacto, pues el zorro sabemos que merodea por allí cerca.

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Día 2

Jesús me despierta y me dice: son casi las siete, ¿le vamos a tirar esta mañana a la Alcazaba? (pues así lo habíamos acordado la noche anterior, Jose, Jesús y yo). Mi respuesta es corta y concisa: espera a que me despierte. Sale de la tienda y yo intento desperezarme, luchando internamente en una larga diatriba, si abandonar la confortabilidad y calor del saco o enfrentarme el frío mañanero para pegarme una paliza de subir hasta la cumbre. Uno es masoca y accede a lo segundo. Fuera hace frío, pero se puede estar, está saliendo poco a poco el sol y como si de un gallo se tratara Sera se suma a nuestra compañía.

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Comentamos las vicisitudes de la noche anterior, con ese típico duermevela, con la visita zorruna que confirma mis sospechas al aporrear la pared de la tienda en algunas ocasiones al oír ruidos, de como le quiso dar en los morros a Sera que se lo encontró encima de él, y de como Jaira de un ladrido zanjó el asunto cuando quiso entrar en los dominios del Príncipe de Dalías.

Sufrimos un gabinete de crisis: ¿subimos o no? nos preguntamos. Me da igual, contestamos los tres. Si hay que subir se sube, pero si no, lo dejamos. Vamos somos el ejemplo de la coherencia y la decisión.

Partimos hacia la Alcazaba, quedando con Sera en que ellos saldrán sobre las diez de la mañana para Trevélez, si no antes, y que allí abajo nos veríamos para tomar ese alpujarreño tan ansiado.

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La laguna Hondera se nos va haciendo pequeña a nuestras espaldas y pronto cogemos la senda que nos llevará al Colaero, mientras asustamos a un gran rebaño de cabras monteses. Jaira las observa pero las deja ir, esta perra es un portento de tranquilidad y de saber estar, sube y baja, vuelve a subir y bajar, a esperarnos, a observarnos. La gran protagonista sin duda del fin de semana.

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Mientras tanto, Olga prepara otra paloma mensajera para enviarme su crónica de la bajada y que decía tal que así:

“A las 10 de la mañana, con el sol ya dando guerra y un montón de vacas desayunando plácidamente, nos despedimos del que ha sido nuestro dulce hogar por un día. Bajando las chorreras y nos cruzamos con unas cuantas vacas que muy educadamente nos piden paso. Un vez abajo comenzamos el camino de vuelta a paso ligero con la deliciosa imagen en nuestra cabeza de un plato alpujarreño y una birra bien fresquita.

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En poco más de 2 horas, sin entretenernos apenas nada e imagino que cada uno pensando en lo duro que ha sido el finde pero en lo bien que lo hemos pasado (Serafín seguro que planeando la próxima aventura) ya nos plantamos en los lavaderos de Trevélez, donde con agua fresquita y jabón que una insensata ha porteado todo el camino para darse luego el gustazo de ese momento, cada uno se lava lo que puede y ya maqueados nos vamos a por nuestra recompensa y a esperar impacientes a nuestros compis, que seguro están ya bajando.

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Mientras tanto, el equipo 2 seguíamos subiendo por esos canchales cada vez más empinados y descompuestos.

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Al llegar al collado del Peñón del Globo comprobamos que nuestros compañeros no han desgastado los paisajes con la vista y que nosotros también podemos disfrutarlos. Hacemos foto de cumbre del primer tresmil y tiramos casi sin perder altura hacia la Alcazaba, no sin antes volver a mirar esa norte del Muley, que nos llama poderosamente con cantos de sirena.

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Ya estamos en el objetivo. Un tresmil que tenía ganas de compartir con mi hermano, después de una cuantas veces de intentarlo. Ahí estamos los cuatro, bandera al ristre y con unas vistas espectaculares.

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Toca bajar y decidimos hacerlo por la loma. Paloma sube con sus colegas y nos los cruzamos. Hablamos un rato y cada uno seguimos nuestro camino. Hace calor y la bajada se hace algo larga y aventurera al ir campo a través, o mejor diría, loscal a través, porque las placas de roca son nuestro soporte en esta tierra.

Las cabras nos salen al paso, nos chiflan y ponen pies en polvorosa. En Siete Lagunas, las vacas son las dueñas ahora del cotarro y tenemos que pasar con cautela y estudiando los movimientos de Jaira para que no perturbe la paz de las cornudas. Por suerte, no pasa de unas miradas de intimidación mutuas (y yo, como siempre en estas situaciones, de rojo).

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Pues nada, a desmontar el chiringuito, con todo el dolor de nuestra alma, pero se hace tarde y queda una preciosa bajada para disfrute de nuestras rodillas y tobillos. Confiamos en que las mochilas pesarán menos que el día anterior. ¿Seguro? pues parece que sí, o eso queremos creer.

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Decimos adiós una vez más a Siete Lagunas, deseando volver a estar allí pronto. Cuestan estas despedidas, pero son necesarias. Ahora toca concentrarse en la bajada, que pasamos como una exhalación hasta la Campiñuela donde tomamos un descanso y vemos como van subiendo gente, ahora se cambian las tornas, nosotros vemos el sufrimiento de la ascensión, pero es que también nos toca el de la bajada, que no es moco de pavo.

Vamos a buen ritmo, pero en silencio, sin paradas hasta la última y más temida bajada que una vez atravesada la verja nos haga pensar que estamos casi en nuestro destino. Yo ya llevo los pies más cocidos que unas patatas al vapor, las rodillas van pegando avisos, Jose tiene los tobillos “indignados”. Hasta Jaira nota el cansancio y busca cualquier sombra para sentarse.

El tramo final se hace eterno. Mis piernas son una anarquía de movimientos que van a su libre albedrio, y rezo porque sepan que están haciendo, porque a mí no me obedecen. algún perro no sale y nos mira con cara de pocos amigos, sobre todo a Jaira, pero para eso está su dueño, para defenderla, que lo jalea de una manera, alzando el bastón a modo de mandoble medieval que me hace plantearme pelearme alguna vez con él.

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Cuando uno cree que no puede más, logramos ver el final del camino. Esto se ha acabado, ahora, a buscar la fuente del lavadero, la fuente de la vida, de la resurrección, de la sanación, virtuosa y mágica.

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Cuando llegamos a los coches, no nos lo podemos creer, y menos aún cuando logro quitarme las botas que casi las tengo soldadas a los pies. Tres ampollas en los dedos gordos y el meñique izquierdo son el precio que he tenido que pagar y me cuesta andar, pero hay que comer, así que contacto con el equipo 1 que están ya en el postre y el digestivo. Nosotros vamos más abajo, buscando un lugar donde papear pero que permitan perros. Por la hora que es no hacen ya comida caliente, así que el alpujarreño tendrá que ser en otra ocasión. Los suplimos con unos suculentos bocadillos, Jesús además lo adereza con una sugerente jarra de cerveza fría y yo con un salmorejo casero que revive a un muerto como yo.

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Toca despedirse del resto de compañeros de aventura. Olga se queda con nosotros y rápidamente nos decimos adiós, tristes por que se ha acabado lo bueno, pero con la sonrisa de haber disfrutado de otro mítico fin de semana en esta nuestra Sierra.